El gravamen a los movimientos financieros tiene defensores y detractores claramente definidos. Dentro de los primeros están quienes aluden a sus ventajas: amplia cobertura tanto de flujos como de contribuyentes, bajo costo administrativo, reducido margen de evasión y eficiencia económica desde la perspectiva del fisco, como mero recaudador. En la otra esquina, el sector real y el comercio que lo catalogan como un entrabamiento de los negocios y un sobrecosto a las operaciones que le resta transparencia a los mercados.
Los dos argumentos son válidos sólo que parten de diferentes puntos de vista, justamente la definición de política tributaria consiste en elegir cuál es el punto de vista preferible, que escoge unos propósitos aun a riesgo de sus desventajas.
Es lo que hace el Gobierno dadas las limitaciones para obtener recursos adicionales para equilibrar la situación fiscal, por la vía del impuesto sobre la renta o por el IVA, reconocer que la necesidad de mantener este impuesto es imperativa, mas allá de las reservas del FMI sobre la idoneidad de este impuesto.
De manera que ante la evidencia de tener que convivir con el impuesto, lo mejor seria cómo aprovecharlo de la mejor manera.
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